lunes, 15 de noviembre de 2010

El Viaje de mi Vida.

Hubiera preferido comenzar en Nazaret y sentir la fuerza del Mensajero de Dios que le anunció a María la Buena Noticia. Pero no, comenzaba en El Primado. No soy en más indicado para escribir sobre el sentimiento profundo de este lugar en el que nace la Iglesia pues no soy una persona de cargos dentro del ámbito eclesial en el que me muevo. Pero si hay algo que movió a Jesús, a Pedro y a aquella primera comunidad de hombres y mujeres de Dios, fue el servicio y la atención a los más pobres. Y eso es algo que, desde los cargos, no debemos de olvidar. Con el Primado comienza la Iglesia y, desde siempre, su fuerza caritativa.


Mientras veía al alemán preparar el cesto con los utensilios para la misa en un raro italiano entendí que me preguntaba que cuántos éramos para celebrar la Eucaristía. Yo dije que cuarenta. Pero en ese momento me vino el recuerdo de lo que le había sucedido a un compañero mío que en el mes de septiembre vino, como yo, acompañando pastoralmente a un grupo. A la hora de celebrar se veía casi solo, solo le acompañaban unas familias. El resto: unos a fumar, otros a hacer fotos, otros a dar una vuelta. Era el primer caso que escuchaba que se iba a Tierra Santa sin una manifestación de fe.


Confieso que temía algo por el estilo. Lo tiempos han cambiado, sobre todo para nosotros, que de sentirnos la cuna de la fe hemos perdido hasta los valores más sencillos de respeto y educación. Por eso fue grata mi sorpresa cuando al acercarme al altar dedicado a la memoria de Juan Pablo II vi que todo el grupo estaba completo. ¡Qué alivio! Podría celebrar la Eucaristía en comunión de fe y con los sentimientos fraternos que nos unían en este viaje.


Con lo que no contaba es con que me iba a emocionar. Conocía Tierra Santa. Los lugares permanecían en el mismo sitio, mas limpios y mejores adecentados. Pero no contaba con ese hormigueo interno, esas mariposas placenteras dentro de mi. Las palabras de Jesús resonaban muy fuertes, con una profunda carga de afecto y ternura, como si no las hubiera escuchado nunca y, por otro lado, fueran dictadas a mi. Menos mal que me habían advertido de no cansar al grupo con largas homilías. No hubiera podido. El Evangelio, en Tierra Santa, tiene una carga energética que difícilmente uno no se puede sentir implicado.

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