jueves, 13 de marzo de 2008

¿Dónde está la Chica?

¿Dónde está la Chica? 1ª parte


Hacía mucho calor y no era verano. El sol de la Mancha pegaba fuerte sobre los tejados de las viejas casas del barrio nuevo de Piédrola donde la familia Encinas, sencilla y humilde, habían decidido vivir, dejando las céntricas calles de la Plazoleta de la Iglesia. Era la hora de comer, los pequeños descendientes estaban todos a la mesa, nadie se levantaba a ayudar a la madre, la Señora Carmen, que con el luto riguroso por la muerte de la abuela se desvivía por atenderlos a todos. Tuvo que quitarse la zapatilla para que el tercero dejara en paz a los mayores. En la mesa: patatas cocidas con carne para los grandes; Vicente de diez años, Pedro de ocho y José de cinco; puré de patatas para los pequeños Antonio de tres e Isabel de dos. Aquella mesa era propia de una guardería.

Isabel era la pequeña de la casa, todos en la familia la llamaban “golondrina” y no sé por qué. Fue la tía abuela la que le puso ese apodo y como a José todos le llamaban “el pequeño”, cuando la cigüeña trajo a Isabel nadie la llamó como la pequeña, sino que cuando bien pronto comenzó a andar, sus pasos eran tan rápidos que la patriarca de la familia la dejó bautizada como “la golondrina” y con “golondrina se quedó. Isabel era la única chica de la casa, parecía que sus padres habían ido a por ella y hasta que no consiguieron una fémina para la casa no pararon de intentarlo. Y, en aquel triste año, en el mes de la vendimia, nació Isabel.

Todos terminaron de comer solitos. Bueno, todos no. José era muy lento, no paraba de hablar y de chinchar a los mayores, con los pequeños nunca se metía. Vicente y Pedro le regañaban pues todo el patrimonio que José había heredado de sus hermanos mayores lo estaba destrozando conforme llegaba a sus manos: la ropa, el triciclo, el balón de colores, la cartera del colegio. En algunas ocasiones los hermanos mayores lo habían encerrado en el cuarto de los animales como castigo por su mal comportamiento. José no aprendía la lección, castigo tras castigo iban cayendo sobre él conforme iban pasando los días de su infancia.

Mientras terminaba éste, los demás, por el reclamo de la madre fueron ocupando sus puestos en la banca para hacer la digestión con una buena siesta: Pedro y Antonio en un brazo y Vicente y José, cuando terminara en el otro. La chica, como todos los días, tenía que ingeniárselas en el centro, entre los pies de unos y de otros, pues la banca era propiedad de los chicos. La pobre Isabel se llevaba los puntapiés de sus cuatro hermanos, mientras su cuerpecito se acurrucaba entre ellos. Pero esa tarde hacía mucho calor y los chicos no se dormían, querían juerga después de comer, cosa que su madre no consentiría, pues a la mínima de ruido volvió a quitarse la zapatilla y tras calentar a los cuatro varones la calma volvió a la banca. Increpados por la rabia de ver que a la chica la zapatilla no le había rozado, decidieron los hermanos echarla del lecho de la siesta, mientras la madre fregaba los platos. La pequeña cogió su almohada y trató de buscar en la casa un lugar para dormir.

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