viernes, 12 de septiembre de 2008

Dolor



Termino la semana con experiencia de dolor. En la noche del martes, a primeras horas de la madrugada, un cólico por enfriamiento tronchaba los ciento ochenta y dos centímetros de mi personalidad. Qué dolor, me sentía partido. Por la tarde, paseando por el Colesterol decidí hacer más grande la caminata y me bajé a la Rinconada. La tormenta de agua me caló y fue el motivo del enfriamiento.

Me ha llamado la atención cómo he podido estar más de treinta horas sin dormir ni una cabezadita a consecuencia del dolor. Buscaba posturas cómodas, antibióticos que hicieran más dulce el sufrimiento, vídeos con los que entretenerme y pensar en otra cosa. Pero dormir no podía. Rezaba a los clavos de Cristo, meditaba páginas del Evangelio, recordaba la vida de santos. El dolor seguía ahí; dividido en dos, tumbado en el sofá con una almohada caliente, viendo la tele, cualquiera diría que seguía de vacaciones.

El tiempo pasa. Te acuerdas que tienes un amigo médico, un amigo enfermero, una madre que velaría todavía por mis sueños. Y te alegras de no estar solo en este mundo. Parece que las palabras de cariño aflojan el dolor y hacen más llevadero el cólico. Te ríes con la película, llamas por teléfono a cualquiera para entretenerte, llevas la almohada de un sitio para otro, empiezas a moverte. Al cabo de unas horas ni te acuerdas del dolor, como si el cuerpo ni quisiera recordarlo, como si no me hubiera pasado nada.

Al final me queda la sensación de ser más humilde, de no sentirme tan prepotente, y la necesidad de ayudar a los demás, especialmente a los que sufren.

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