lunes, 7 de marzo de 2011

Como todos los grupos, siguiendo un turno riguroso pero poco agobiante, hicimos las renovaciones de nuestro bautismo y repetimos el gesto del agua. La mano, como una concha, recogía la fresca agua del río y en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, repetimos el gesto que un día, hace muchos años, un sacerdote realizó para introducirnos en la comunidad de creyentes y hacernos miembros de la Iglesia.
En ese momento me di cuenta que todavía no dominaba el nombre de todos los peregrinos. Si eso era poco vergonzoso, me vino un sacerdote americano metiéndome prisas para que mis peregrinos se retirasen del brocal del río para que los suyos se pudieran acercar. No sé que me decía; el tono no era agradable y su rostro lo confirmaba. Pero cambió cuando le pedí que él me bautizara. Le agradecí el gesto, aunque más me gusto verle la sonrisa en su cara. Cuando me marchaba tiró de mí, tampoco entendía el castellano, y con los mismos gestos con los que yo le pedí que me bautizara y me pedía que hiciera con él lo mismo.
Comprenderéis porque digo que ese día fue muy emocionante.

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