jueves, 2 de abril de 2009

¡¡¡ Desembucha !!!



¡¡¡Desembucha!!!


Luis, con apenas siete años, tenía la costumbre de acompañar a su hermano Carlos a todos los recados que éste hacía a su madre. Unas veces saltaba impulsivo, rápidamente, dejando lo que tenía entre manos, aunque fuera un juego con sus amiguitos. Otras veces, por el contrario, le costaba una barbaridad, pero en ambos casos, como si se tratara de un pacto secreto entre hermanos, siempre lo acompañaba, estuviera haciendo lo que fuese. Donde iba uno el otro le seguía.
Carmen, la madre, necesitaba aceitunas para rellenar la ensalada. Podría pasar sin ellas, utilizando otras berzas para enriquecer dicho plato, pero al padre el sabor de las aceitunas no tenía comparación, sobre todo si se mezclaba en el paladar con el pan del día anterior mojado en el mejunje que formaba el aceite, el vinagre, la sal y otros condimentos, pues producían una satisfacción digestiva muy grande.
Carlos llamó a Luis para que le acompañara, solo para eso. Él mismo podría cumplir el encargo, no era pesada la compra ni el recorrido era mucha distancia. Pero existía esa norma interior entre hermanos para todo tipo de quehaceres en la casa. Carlos salió a la calle, hizo un pequeño silbido, una voz ronca y pronunció su nombre. Luis dejó todo rápidamente y se fue a acompañar a su hermano Carlos.
Por el camino le fue explicando cuál era el encargo que le había hecho la madre para la cena del padre. No solo las aceitunas, ya de paso tenía que traer algunas cosas más: medio kilo de lentejas, tres o cuatro patatas grandes, unas rodajas de chope, cuarto aproximadamente, y cuarto de aceitunas verdes. También tenía que traer un rombo de champú Sindo. Carlos era muy responsable, aunque tenía doce años, siempre había destacado por la seriedad en sus trabajos; no es de extrañar que durante el recorrido fuera llamando la atención a Luis para que se comportara, como un niño fue jugando durante todo el trayecto, saltaba, corría, hacía muecas con la boca, canturreaba. Los dos hermanos subieron la calle sabiendo que el peso de la compra sería poco y que en breves minutos estarían despachados y volverían a sus diversos juegos.

Efectivamente, no había nadie. Para entrar en la tienda había que levantar una cortina de colores claros muy pesados que impedían entrar la luz del día aunque la puerta estuviera abierta. No hacía falta timbre, la claridad que entraba de la calle por el pasillo central se distribuía por las diversas habitaciones chivando que alguien había entrado en la casa. El propietario de la tienda era el dueño de la casa, se llamaba José.
José estaba casado con la Luisa y no tenían hijos. Todos sus ahorros los había invertido en mejorar la casa, en mejorar la tienda y en comprar algún que otro caprichito para el matrimonio. Para ellos no existían las vacaciones, ni el horario de cierre, como la tienda estaba en su casa a cualquier hora que fueras podría conseguir lo que fuera, porque en su tienda había de todo. Carlos y Luis levantaron la cortina y se adentraron a la casa. Nada más entrar, a mano derecha estaba la habitación destinada al comercio. La que había a mano izquierda era, como una sala de estar, de espera, de lectura, de bordado, donde escuchando la radio, con la emisora Radio Intercontinental, esperaba y hacían tiempo entre despacho y despacho.
La casa era tranquila, sin ruidos, sin niños, los sobresaltos los daban los clientes que venían a comprar. Pero esa mañana y a esa hora ni José ni la Luisa estaban en la habitación de la izquierda. El pasillo seguía mostrando otras habitaciones a ambos lados y, al final, por medio de una ventana con persiana bajada, se podía apreciar un corral muy bien arreglado, un pequeño jardín donde la Luisa cultivaba unas rojas muy apreciadas por el barrio. Tuvo que estar por allí, José, pues la advertencia de la luz no disparó ninguna sospecha de clientes en la casa y Carlos se vio obligado a llamar a José por su nombre. Carlos y Luis se metieron en la habitación del comercio. José apareció por detrás y con voz fuerte les preguntó que qué querían. Carlos, tras saludarle muy educadamente y darle los buenos días, hizo voz de la lista de cosas que su madre le había encargado. Antes, Carlos advirtió que no le iba a pagar, que su madre le había mandado sin dinero, que luego, al final del día se pasaría ella a pagar todas estas cosas, pues ahora, con el padre, los pucheros de la comida y el jaleo de los más pequeños, no podía acercarse.
Ya, lo comprendo, dijo José, haciéndose cargo del cuadro familiar. Además, añadió, te vas a llevar unas sardinas arenques que han venido y que sé que a tu madre le gustan. Mientras preparaba los pedidos, José, no dejaba de hablar, conocía muy bien a Carlos y sabía que con él podía hablar de futbol, ambos eran del Bilbao y esa temporada llevaba un buen ritmo, parecía imparable, no era el primero en la liga pero contenía en su cantera a sus mejores jugadores, la mayoría alistados en la Selección Española.
La tienda no era muy grande, algo más que un dormitorio normal. El espacio estaba dividido por secciones. Llamaba la atención el gran mostrador, era muy alto, el pequeño Luis apenas podía enseñar su cabeza. En un lado de la habitación tenía clasificada la fruta; la fruta fresca en cajas de madera, la fruta seca en sacos color tierra. Los plátanos los tenía colgados en un artilugio, como un pequeño sinfín, que colgaba del techo, cerca de la báscula. Al otro lado tenía un enorme contenedor, era un congelador donde guardaba el pescado, un frigorífico alto para todo tipo de embutidos. Los productos especiales como detergentes, tutús, el jabón, Lagarto, o lejías los guardaba en el espacio vacío que dejaba el mostrador en la parte trasera. Los botes de conserva los tenía alienados y por orden de tamaño en unas repisas que formaban una bonita estantería.
Había, al lado, una pequeña habitación que hacía las funciones de almacén; sin la ayuda de la luz eléctrica no podías ver nada. En una parte del mostrador tenía unas cajas abiertas de alimentos; eran dulces y galletas que vendía sueltas. En la parte donde se colocaba José, el tendero, había un taco de papeles gruesos, que parecían plastificados, y que utilizaba para envolver muchos productos; en forma de cucurucho las aceitunas me las envolvería a mi. La tienda tenía siempre un olor especial, era el de las colonias que vendía a granel.

Envuelto, Carlos, en la entusiasmada conversación, sintió cómo drásticamente ésta se vino a bajo, como se derrumba un castillo de naipes, severo y enfadado de José.
¡¡¡Desembucha!!!.-
La voz fue tan fuerte que Carlos se quedó pálido y acomplejado pues no esperaba que, al estar hablando tan amigablemente de futbol, José, se pusiera tan enfadado con él. Pero pronto, casi al instante, Carlos se dio cuanta de que la petición de José no era para él. La voz iba dirigida a Luis.
El pequeño, con una sonriente mueca en la boca dirigida al tendero, fingía estar atento a la conversación mientras sus manos habían llenado sus pequeños bolsillos del pantalón de los frutos secos que en sacos estaban a su alcance; nueces, almendras, castañas. Por segunda vez, Carlos se volvió a asustar, pues Luis, pillado y avergonzado, rompió a llorar como un niño que era ante la amenaza de la fuerte voz que le acusaba y le pedía que vaciase los bolsillos. Sus lágrimas eran autenticas, su vergüenza era autentica, su deseo de desaparecer de este mundo, en ese instante, era autentico. Luis había roto su falsa careta sonriente por una verdadera fuente de lágrimas.
Carlos, rojo por la vergüenza, no sabía que decirle y, el único gesto que le salió de dentro, fue darle una agitación rápida al hombro, para que reaccionara, para que empezara a desembuchar, a devolver el material sustraído.
Pobrecito, Luis. No dejaba de llorar desesperadamente. Por un lado sus lágrimas eran el reflejo de la vergüenza al ser pillado en una mala acción, y que en ese mismo momento se arrepentía completamente de lo que había hecho. Por otro lado, estaba la zapatilla de su madre, una nueva afrenta, una doble vergüenza, pues todos en la familia se esterarían de lo malo que había sido en esa mañana por robar en la tienda de José. Luis no dejaba de llorar. Poco a poco, fue reaccionando y sacando los frutos secos de su bolsillo. Las lágrimas no le dejaban ver, se notaba porque iba dejando cada cosa sin la precisión de saco. Fue Carlos el que colocó cada cosa en su sitio.
José, hombre bueno y prudente, pero defensor de su negocio, no le dijo nada más, ni media palabra salió de su boca. La tienda se había llenado de un gran silencio, roto por los sollozos y fuerte respiración de pequeño. Carlos también guardaba silencio, no sabía que decir ni cómo disculpar la acción de Luis. Como más tarde su madre subiría a pagar sería ella la que disculpara el pecado de Luis. José hizo la cuenta, abrió el libro de fiar y secamente los despidió.
Luis le dio la mano a Carlos, juntos salieron de la tienda y juntos bajaron la calle para ir a casa. Entre ellos no hubo palabra, solo mucho calor y complicidad en el apretón de manos. Ya cerca del hogar, escuchando los llantos de la pequeña princesa de la casa y la voz de la madre, Luis rompió el silencio y le pidió a Carlos que guardase palabra. No se lo digas a Mama. No se lo digas. Carlos, por favor. Pero fue imprudente aguardar hasta tan bajo para hacer la petición, ya estaba en la puerta de casa y su madre los había escuchado.
¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado, que yo no me tenga que enterar?
El pequeño Luis se escondió detrás de Carlos, tal vez intentando defenderse del ataque de furia que podría arrancar en su madre la noticia de su mal comportamiento en el recado. El sabía que de la zapatilla no se escapaba. Entonces, Carlos, empezó a relatar todo lo que había sucedido en la tienda de José, de como le había servido el pedido y había añadido unos arenques y, como el pequeño, había aprovechado la conversación para llenarse los bolsillos de frutos secos, sin darse cuenta de que José no le quitaba ojo de su acción.
Carmen, la madre, sabía que en ese momento su enfado no sería una buena lección para la vida de Luis, pues hay normas en la vida que no se aprenden con castigos, ni con la zapatilla, sino con la sensatez, con las normas del corazón.
¿Por qué lo has hecho, Luis?
Le preguntó la madre obligándolo a salir de detrás de su hermano Carlos. No lo sé, mama, dijo Luis, He visto los sacos tan llenos que he sentido que unos puñados no se notarían. Luis estaba a punto de desplomarse otra vez y arrancar a llorar, pero su madre acarició su tierno rostro con la mano.
Eso no se hace, le dijo. Eso es robar. No lo vuelvas a hacer. Si José no te ha castigado y se ha conformado con la restitución de lo que le has quitado yo no te voy a regañar más. Trata de ser feliz con lo que tienes. Valora es esfuerzo y el trabajo de tus padres, sé justo, sobretodo ante la injusticia y caritativo con los que tienen necesidad. Ahora vete a jugar. Espero que aprendas esta lección, para que la envidia no vicie tus deseos y te impida ser feliz con lo que tienes.
La madre lo llenó de besos mientras lo abrazaba. Sabía que ese no era el momento para broncas y menos para quitarse la zapatilla. Sí, mama. Gracias, mama. Te quiero mucho, mama.
Y Luis volvió a la calle a jugar con sus amigos, aunque esta vez llevaba en su haber una lección aprendida, robar no es bueno.
Gregorio Rivera


En homenaje al pequeño comercio

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