lunes, 26 de enero de 2009

Lo siento, Consuelo.








Lo siento, Consuelo.




Querido Pirata.


Ya sé que odias estudiar, sobre todo las matemáticas, que no sueñas con ir a Alcázar a realizar el bachillerato y, mucho menos, encerrarte en un Colegio Mayor de frailes a cursar una carrera. Tú te lo pierdes; ser y saber algo en la vida depende de uno y de lo que uno quiera experimentar.

Estos días estoy pensando mucho en mis años de la infancia; porque yo fui niño como tú y, como tú serás adulto como yo, quisiera que no cometieras las mismas equivocaciones. Es como un cuento lo que te voy a relatar, lo que te quiero decir, lo que quiero que aprendas.

No recuerdo si mi madre, la tía Basi, como la llama la familia, me colocaba un bocadillo o unas galletas en la cartera para ir al Colegio. No lo recuerdo. Que llevaba cartera y no una de esas enormes mochilas que llevan los chavalines ahora a sus espaldas sí que lo recuerdo. Era una cartera marrón con varias cremalleras y hebillas, y varios apartados donde meter el boli, el lapicero, la goma, el saca y los colores. Yo creo que en esa época no era costumbre que los chicos llevásemos comida en los recreos. Fue más tarde, cuando comencé a ir a Alcázar, cuando los bocadillos de salchichón se hicieron famosos entre mis compañeros pues mi madre, la tía Basi, me los hacía con unas rodajas que parecían ruedas de camión.

No recuerdo si algún día llegué tarde o si no pude ir por estar resfriado. Todos los días y a la misma hora el ritmo de vida lo recuerdo como si fuera un robot. No me despedía con besos y pamplinas de mi madre. Bastante tenía con apañar al resto.

Yo estaba deseando salir a la calle y encontrarme con mis vecinos, los únicos amigos que recuerdo, el Antonio, el Ángel, y otros, e ir al Colegio lo más divertido posible. Unos días echábamos carreras a ver quién llegaba antes. Pero eso no nos gustaba tanto, llegábamos fatigados, antes de tiempo y en invierno nos tocaba encender la estufa de leña. Preferíamos el potro, que tal vez era más penoso, pues colocados a cuatro patas nos saltábamos unos a otros de forma continua. Si era invierno unos días íbamos jugando con las piedras al mate, tratando de dar al compañero muchas veces. Si era verano era el tiempo de las chapas, de Mirinda, de Kas, de Konga, de Cocacola.

Muchas veces mi madre me regañaba porque me salía muy rápido de casa y me dejaba a mi hermano. Pero es que los hermanos son muy pesados y prefería que se fuese con otros vecinos de su edad. Yo tenía que tratar, tenía que jugar con los de mi edad. No sé como no perdí la cartera con tanto juego.

Ya en el Colegio recuerdo a muchos chicos y a muchas chicas. Había un gran barullo. No recuerdo si formábamos filas en el patio antes de entrar o nos metíamos en clase directamente para ayudar al comienzo de la clase a las diversas tareas del profesor; encender la vieja estufa, borrar la pizarra, colocar la ropa de abrigo correctamente y guardar silencio.

Algunas veces rezamos, aunque la mayoría comenzaba las clases con las explicaciones que el mismo profesor nos daba mientras con los más pelotas de la clase trataba de encender la estufa de leña. Eso daba pie a que nosotros creásemos corrillos de mala leche para criticar al fortachón del Fulanito que se las daba de listo y siempre estaba dispuesto a realizar cualquier berenjenal laboral de la clase, pero siempre estaba de los últimos en la fila de preguntar no porque no fuera inteligente, sino por no estudiar. Por las tardes su padre se lo llevaba al campo para lo que fuera; a arrancar hierbas, echar abono, sarmentar, o cualquier cosa que pidan las viñas. Pero él siempre se ofrecía voluntario, decía que así le veían las chicas y le decían lo bueno que era, y así se podría casar.

Recuerdo a mis profesores como personas mayores, me parecían muy viejos. Tal vez tenían menos edad de la que les pongo pero para un chaval de escasos años las personas mayores eran muy mayores. El día que perdimos el Sahara, el Maestro dejo caer un azulejo que había colgado en la pared. Tenía todas las provincias españolas colgadas; eran azulejos de un mismo color decoradas con recortes y fotografías de aquello que las caracterizaba. Vendría a cuento, claro que vendría. Pero nosotros no sabíamos nada, todavía nos costaba entender las noticias de la radio o de la televisión en blanco y negro, para comprender por qué el Maestro dejaba caer el azulejo estrellándose bruscamente contra el suelo. “Ahí te quedas. Ya no nos sirve”, dijo con muy mal humor.

Había una Maestra que era muy buena. Tan buena que yo creía que era mi abuela. Y es que la Maestra era vecina de mi abuela y por eso me trataba con mucha bondad. Tenía un hijo médico. No sé por qué razones muchos días me decía: “Pásate por casa y te doy unas medicinas para tu madre”. Más que medicinas eran vitaminas para mis hermanos pequeños. Se ve que a los médicos no les costaban los medicamentos o les sobraba por motivos que desconozco y los repartían entre las familias más pobres. Yo recuerdo estas medicinas-vitaminas como si fueran chuches. Había unas que parecían fideos de chocolate que estaban buenísimas.

Tuve otro Maestro que recuerdo con muy grata retentiva. Era muy alto, muy educado, siempre tenía palabras para cada uno. Cuando salíamos a la pizarra y resolvíamos correctamente el asunto a tratar el mismo nos aplaudía. Pero si tardábamos en la solución no dudaba un momento en enseñarnos su dentadura. Gesto que producía gritos de asco entre las chicas y un sentimiento de burro al que se encontraba de pie delante de él.

Lo recreos los recuerdo jugando. A mi no me gusta el fútbol, como a casi todos los chicos del Colegio. Aprovechaba para jugar con aquellos que se quedaban fuera de los dos equipos formados o me entretenía con las chicas en sus enredos. El recreo era un tiempo grande, libre, de gran esparcimiento. No existían los demás, solo los de mi curso, solo los de mi edad, solo los que estaban en mi clase. Aunque sinceramente me encontraba mejor dentro del aula. Cuando jugábamos en el patio veíamos a la gente pasar por la calle; hombres que cambiaban de tercio en el campo y cruzaban el pueblo para ir a otra viña; mujeres que iban a la compra con sus esportillos vacíos y el deseo de cargarlos para prepara la comida a la familia; abuelas que no tenían nada que hacer y se acercaban al Colegio paseando, dejándose ver por algún nieto. Pero casi siempre la gente nos respetaba, sabían que estábamos en la Escuela y, como en una cárcel, nos debían de respetar.

Pero había una persona que no hacía caso de esa norma, poco respeto mantenía hacia nosotros, niños que solo queríamos jugar y divertirnos, y que no estábamos preparados para entender los desquiciamientos de la vida y de la naturaleza. Había una mujer, una niña muy grande, que cuando podía se acercaba a la valla de la Escuela y con grandes voces y gestos muy raros nos llamaba. A nosotros nos daba mucho miedo, mucho miedo. Cada vez que aparecía el pavor se apoderaba de nosotros como si las pesadillas se hicieran presentes en pleno día, y recogiendo, si podíamos, lo que teníamos entre las manos, unas chapas, una baraja, una peonza, salíamos corriendo y nos metíamos dentro del edificio. Era La Muda.

La Muda era una chica gitana de unos veinte años que no estaba bien de la cabeza. No sé si le faltaba un verano, dos o diez. Pero La Muda no estaba bien, su madre, La Amparo, la tenía encerrada en su casa, pues cuando veía un poco la puerta entreabierta salía corriendo a la calle en busca de aventuras. Que La Muda se ha escapado y se ha metido en el silo de Cayo el Pocero y le ha dado un gran susto. Que La Muda se ha metido en la misa de la ermita y ha interrumpido el sermón de Don Balbino. Que La Muda se ha metido en la tienda de José y se ha llenado los bolsillos de nueces y no quería pagarlas. La Muda, siempre La Muda. Como la mala del pueblo nuestras madres nos decían para asustarnos que si no veníamos a casa a la hora indicada La Muda saldría a por nosotros y nos cogería.

Y algo de razón tenían. Como se escapase La Muda y en la calle se encontrara un niño ten de seguro que iba a por él. Por eso nos daba mucho miedo y nuestras madres se aprovechaban de este factor para tenernos más controlados. Incluso si no te ibas a la cama cuando ellas dijeran La Muda aparecería y nos llevaría con ella. Era el Coco de nuestro tiempo. Pero un Coco de verdad, de carne y hueso. Un Coco que balbucea unos sonidos ininteligibles. Un Coco muy feo, tenía aspecto de hombre y vestido de mujer.

No quiero faltarle al respeto, pero cuando yo tenía tu edad veía en ella muchas cosas raras. Y mi generación fue buena. Fueron los que vinieron detrás, que se apoyaban unos en otros, y la enfrentaban y la citaban y la insultaban. Y como los males nunca vienen solos a las voces e insultos se unía los de La María, La María la llorona. Con ésta había que tener cuidado pues no solo salía dando voces y tirándote piedras sino que en alguna ocasión salió con una hoz a por nosotros.

Ahora conforme lo estoy escribiendo me río; me río de mi, me río de mis amigos, me río de los chicos que salían corriendo delante de las dos. Qué escena. Incluso un día por dejarle la bicicleta a mi primo tuve problemas con tu abuelo porque mi primo se llevó a La Muda por delante en un gesto de bravura. Que tiempos. Que años. Que vida.

Hoy con una edad superada y una nueva mentalidad miro mi pasado y me gustaría no borrarlo pero sí pedir perdón. Un perdón que nazca de la educación que he recibido y he ido madurando. Un perdón hacia las personas a las que ofendí, insulté y corrí. Entonces se llamaba La Muda. Hoy sé que se llamaba Consuelo; y su nombre y su extraño cuerpo descansa en paz. Y es lo que pretendo con este relato que te cuento, buscar la paz de mi conciencia, poner en paz mis recuerdos y exponer este caso a la paz del pueblo. No sé por qué siempre nos reímos del más débil, insultamos al que es diferente y al que es distinto tratamos de eliminarlo.

Quisiera, querido Pirata, que tú seas diferente, que aprendas de los errores de los demás y de los tuyos propios, para que el mundo que te rodea crezca sanamente a tu alrededor. Las personas son como las plantas que hay que regar para verlas crecer, sino las mimas, si no las riegas, si no estás pendientes de ellas se marchitas, entristecen y se mueren. No creo que La Muda, Consuelo, se muriera por mis insultos, ni por las voces de los que como yo estábamos dispuestos a defender nuestro juego, el salto de la comba, las peonzas, o el dólar cadena. Pero si pudimos atormentar a esa niña grande que como mujer quería ser niña y como niña se mostraba mujer con la fuerza de un hombre.

Hoy a estas personas no te las encontrarás por las calles ni en una casa, ya hay Centro especiales. Pero si los ves trátales sin miedo como lo que quieren ser: un niño, una niña, un corsario, un aventurero. Porque así los harás felices y tú serás muy feliz de jugar con ellos. Ahora que tanto hablan del acoso escolar, no sé que harían con nosotros que perseguíamos a los tontos de los pueblos y les hacíamos daño. ¡Qué violenta generación! Cada pueblo tiene su tonto, su tonta, como un patrimonio particular. ¿Por qué los perseguíamos? ¿Por qué íbamos a por ellos y los insultábamos? Me gustaría que aprendieras de mi error, que sacaras algo positivo de este relato y que la experiencia de los años te hagan a ti más dócil en tus relaciones. La educación no se aprende en la Escuela, ni en Alcázar, ni en un Colegio Mayor. La educación se aprende en tu casa y por el ejemplo de los que están más cerca de ti.

Lo siento, Pirata, si te muestro mi infancia cruel y violenta cuando me tienes idealizado. Lo siento, Consuelo, no fui bueno contigo. Lo siento.






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