Ya en el aire bien podría decir que comenzó la odisea. Hacía un rato habíamos despegado, el capitán marcó la orden por la que ya nos podíamos desabrochar el cinturón de seguridad y muchos pasajeros se echaron al pasillo. Yo abrí la mesa y me puse a escribir. La altura me inspiraba, las nubes me inspiraban. Una joven en el pasillo hacía acrobacias, parecía la monitora del vuelo. Mi asiento era el 11C. Tras los nervios del aeropuerto ahora mi cuerpo estaba más tranquilo.
Me notaba serio, como espectador de los movimientos de los cuarenta y ocho componentes de la expedición que realizamos el viaje. No solo vienen profesores de Talavera y Toledo, escuchaba conversaciones y las procedencias eran muy diversas. Me imaginaba que poco a poco, en es transcurso de los días, iría conociendo a este grupo tan grande. Por el momento sabía que el que tenía el pelo blanco que había subido con los de Toledo era Sebastian, el director del Colegio Infantes.
Durante las tres horas y media que duró el viaje era imposible no recordar a quien me acompañó hace diez años. Aquel viaje sí que fue un cúmulo de nervios.
Las nubes me recuerdan al Olimpo. Parecía que detrás de un monte nuboso iba a salir el mismísimo Apolo.
Escribo en el diario:
"Me gustaría, como propósito de este viaje, aprender como ermitaño de este recorrido cultural y religioso por estos territorios peninsulares. Sentir con todos los sentidos lo mejor que encierra este país: sus gentes, su historia, su cultura, sus tradiciones,... Ser griego con los griegos"
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