
Hacía mucho tiempo que no volvía a Arenas de San Pedro, sobre todo a callejear. Hace más de veinte años, me pongo nervioso solo de escribirlo, que llegué a esta Villa del
Tietar como bicho mal querido con el miedo a que en cualquier esquina me diesen un
puntapié. Engañado hasta la misma puerta, tal vez para que no me volviera atrás, un cinco de septiembre me dejaron en la puerta del Santuario. Fue entonces cuando me dijeron que mi amigo Celestino, vaya nombre para la faena que me hizo, había
decidido no ingresar como novicio franciscano en el convento de san Andrés del Monte, más conocido por el Santuario de san Pedro de Alcántara. Allí, solo,
arrinconado junto al coro estaba mi celda. Fue el
crepúsculo de mi adolescencia, el otoño más triste y el invierno más oscuro y deprimente. Menos mal que se marchó la suegra y mi vida monástica empezó a tener luz, color y música. Cuantos recuerdos tras esta veintena. Este fin de semana he vuelto a ir a Arenas y me he hospedado en la misma celda de aquellas primeras miserias de aquel joven que llegaba de una triunfal
Avila y se metía en la soledad y discernimiento de un noviciado. Para matar las penas de la noche he vuelto a leer los deseos ingenuos de ese hombrecillo que quiere hacerse fraile,
Fray Perico y su borrico, que
leído en un marco tan solemne le da autoridad de maestro espiritual a su autor. Lo bueno de Arenas es que me quedé a hacer
COU, algunos dicen que fue un segundo noviciado. Me da igual lo que piensen, el caso es que me lo pasé muy bien, afianzó mi vocación y querencia e inicié las
raíces culturales de mi
pseudointelectualismo con las famosas tertulias con mis profesores, con filósofos, pintores, artistas, panaderos y de más gremios. Decía a los frailes que tenía trabajo en grupo, y no mentía, y en alguna
tabernita se hacía. Callejeando, el otro día, y llamando a algunas puertas he sentido que el silencio de la soledad y el
adiós me hablaban. Muchas personas que conocí ya no están, se han ido, y bien quisiera saber dónde. La magia penitencial de Arenas no deja indelebles a sus mortales. Solo, como siempre, volví a recorrer en el silencio de una oración sus plazuelas, a tomar café cerca del Castillo y a cruzar triste, como la Condesa, su calle. Este pueblo que me hizo famoso entre sus jóvenes hoy da anonimato a mis pasos que buscan un sentido a mis recuerdos,a un ayer que pasó y a una etapa caduca. Si he vuelto a Arenas creo que ha sido para cerrar una puerta y abrir un futuro con luz, color y melodía.
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