Mientras veía al alemán preparar el cesto con los utensilios para la misa en un raro italiano entendí que me preguntaba que cuántos éramos para celebrar la Eucaristía. Yo dije que cuarenta. Pero en ese momento me vino el recuerdo de lo que le había sucedido a un compañero mío que en el mes de septiembre vino, como yo, acompañando pastoralmente a un grupo. A la hora de celebrar se veía casi solo, solo le acompañaban unas familias. El resto: unos a fumar, otros a hacer fotos, otros a dar una vuelta. Era el primer caso que escuchaba que se iba a Tierra Santa sin una manifestación de fe.
Con lo que no contaba es con que me iba a emocionar. Conocía Tierra Santa. Los lugares permanecían en el mismo sitio, mas limpios y mejores adecentados. Pero no contaba con ese hormigueo interno, esas mariposas placenteras dentro de mi. Las palabras de Jesús resonaban muy fuertes, con una profunda carga de afecto y ternura, como si no las hubiera escuchado nunca y, por otro lado, fueran dictadas a mi. Menos mal que me habían advertido de no cansar al grupo con largas homilías. No hubiera podido. El Evangelio, en Tierra Santa, tiene una carga energética que difícilmente uno no se puede sentir implicado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario