
No soy muy apasionado de los toros,
aunque reconozco que es un espectáculo
que me gusta. Sé que es muy chocante encontrarse con un fraile franciscano que le gusten los toros, pero el gusto viene de familia. Mi madre sí que es una
forofa de las Corridas de Toros, pasa muy buenas tardes delante de la televisión y los capotes esperando que la faena sea buena y la salida a hombros. Además, tengo un primo, Jorge
Arellano, que hace unos años tomó la alternativa de manos de
Jesulín de
Ubrique y Francisco Rivera
Ordoñez. ¡Casi
ná! Estos días de Feria, de Feria de San Isidro, la calle Alcalá me trae muy buenos recuerdos de ese ambiente que se respira a las afueras de Las Ventas. Digo a las afueras porque se necesita dinero, y mucho, para entrar en la Monumental. Al caer la
madrugá, muchas noches veo en la
tele algunas corridas. Qué pena la del otro día de Curro
Díaz, donde se
lucieron más los peones de brega que él mismo. Y qué bonito ver a
Matías Tejera, de verde botella, salir a hombros por la Puerta Grande. Dicen los toreros que se ve el cielo cuando atraviesas tan colosal monumento al toreo encima de la admiración y el aplauso de una afición que te idolatra de valor. En mi casa, mi padre, para exigirme belleza en mis homilías, me ha exigido, con puño cerrado sobre la mesa, que corte el rabo y las dos orejas. Por eso mis hermanos, en clave humorista y torera, cuando me meto a la sacristía de mi pueblo para celebrar la santa misa y vestirme de blanco y oro, me gritan desde los burladeros de la iglesia:
"Suerte, Maestro". Y alguna que otra vez, he salido por la Puerta Grande.
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